Es así como se comienza a vivir las tensiones que conlleva la muerte de un hombre que marcó la historia de Chile. El gran tema que emerge es qué tipo de ceremonial correspondía hacerle. Quizás, por hechos precedentes, por estilos o por cultura política, lo más probable que un presidente de Chile hombre, hubiese generado espacios de negociación al respecto, en especial con la derecha política, siempre pinochetista aunque con gran disimulo en algunos momentos (para ganar alguna elección o simpatía de ciertos sectores). Sin embargo, la decisión presidencial de no someter el funeral de Augusto Pinochet Ugarte a los protocolos reservados a los jefes de Estado implica una decisión doctrinaria trascendente para el sistema democrático: los honores de Estado están reservados sólo para aquellos mandatarios cuya ascensión al poder ocurre mediante vías constitucionales y no a través de golpes de Estado o actuaciones ilegítimas de fuerza. ¡Y punto!.
Los ceremoniales de Estado tampoco están disponibles para personajes que, al momento de fallecer, están siendo enjuiciados por la comisión de los más graves delitos existentes contra los derechos humanos y por delitos contra la propiedad que le pertenecen a todos los chilenos y chilenas. En el caso de Pinochet, aunque no alcanzaron a dictarse sentencias condenatorias en su contra, judicialmente existen presunciones fundadas de su participación como autor de muchos de dichos crímenes.
Por otro lado, el Ejército ha decidido, y el Ejecutivo ha refrendado, que a Pinochet se le rindan honores militares, descuidándose el hecho que dichas ritualidades también son públicas, y son -y debieran ser- parte de la doctrina del Estado sobre el mundo militar y el uso de la fuerza legítima. Doctrina que señala cómo ejercerla, siempre con estricto apego a la ley,
El dictador Pinochet, en estricto rigor, es un personaje del siglo pasado, que perdió su relevancia política real con su derrota en el plebiscito de 1988, junto a sus aliados y súbditos de ese entonces, que son los mismos de hoy, aunque a veces intenten camuflarse. Sin embargo, las ambigüedades de la transición chilena a la democracia le permitieron mantenerse como comandante en jefe del Ejército hasta 1998 y usar a su institución castrense como un instrumento para asegurar su perfil político y su proyección mediática, que resultaron humillantes para la ciudadanía, un remanente indebido de su antiguo poder absoluto y un atraso profesional incalculable para el Ejército.
Utilizando los residuos de temor social dejado por sus masivas violaciones a los derechos humanos, siguió jugando un papel de amedrentador. Basta recordar al respecto los denominados ejercicio de enlace y boinazo, papel que sólo resulta explicable por los yerros del poder civil en los temas militares y la incondicionalidad (hasta poco después de su detención en Londres) de los poderes económicos beneficiados con su régimen. De ahí la importancia del paso adelante dado por
Esto abre un gran desafíos a los soldados chilenos de hoy, los del siglo XXI, los que se están formando en democracia, pero que sin duda son aún acechados por las sombras del pinochetismo. Son ellos, los que debe ayudar a que los propios militares, sus pares, sus camaradas y sus familias, miren con sentido crítico su realidad y juzguen si las violaciones a los reglamentos militares y a los derechos humanos, las mentiras constantes y la apropiación o uso indebido de los bienes públicos por cualquier militar, de cualquier rango, no son causa suficiente para privarlo de los honores con que se premia a los mejores.
Las paradojas de la vida siguen y siguen. El deceso del anciano dictador se produjo justo un 10 de diciembre, fecha aniversario de